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Opinión

Cartas al Centro Histórico | Los pájaros de Manzanares

“Los niños de Manzanares me recuerdan a los sonidos que hacen los periquitos verdes cuando anuncian la presencia de un extraño”

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Salí de metro Zócalo directa a la calle de Carranza que cuadras después se convierte en Manzanares, eso no lo sabía hasta que comencé a ver que los letreros en las esquinas cambiaban. Preferí reconocer los locales por sus colores y formas que por sus nombres. Quería aprenderme el camino formando mi propio trayecto.

Por las banquetas la atmósfera musical cambiaba cada 100 metros y un par de veces las canciones se encimaron y perdí el ritmo al caminar. Ese día llevaba calma y tiempo de sobra antes del taller, aunque también nervios y sudor en las manos.

De los dos lados de la calle, aparecían y desparecían tiendas de telas aterciopeladas, con lentejuelas y estampados de flores coloridas como los manteles de las comidas corridas. Un desfile de listones de colores y muestrarios de ojitos que bailaban con el viento. Pasillos espesos de vegetación de plástico, enredaderas frondosas y palmas robustas que no me dejaban ver el final de los pasillos, composiciones florales que me recordaron a los colores de la ropa que usaba cuando era niña; pasteles y combinaciones experimentales de amarillos, azules y naranjas.

Las esquinas develaban jarcerías, no sé por qué siempre están en las esquinas o tal vez sólo ha sido una coincidencia mía con ellas. Observé un montón de zacates colgando del techo y junto a ellos trapeadores y cubetas brillantes. Henequén y pinzas para detener la ropa en los tendederos. Regaderas verdes de elefantes de plástico, plumeros sacudidores, y rollos de jergas a la venta por metro. Las jarcerías me emocionan tanto como las papelerías, pensé, pero en realidad de lo que me estaba dando cuenta, era de que quería visitar todas las tiendas que había recorrido con mis ojos también con mis manos.

Dos cuadras antes de llegar al número 25, crucé el tianguis de uñas falsas y planchado de cejas, estaba sorprendida por el olor a silicón que desprendían los pasillos al aire libre, y después de tanta insistencia realmente me pregunté si no necesitaba un planchado de cejas exprés.

Llegué a Manzanares 25, Moisés me abrió la puerta y nos saludamos como los dos extraños amables que éramos. En el momento que entré, me pareció un lugar que sin duda me era familiar pero que no había visto antes. Óscar, mi amigo, ahora jefe, me presentó a las niñas que estaban a su alrededor, servimos agua en sus vasos sosteniendo el garrafón y me dio un recorrido guiado por el lugar.

Manzanares es un patio inmenso que se comunica con las puertas de los salones, todos los trayectos conducen al patio y en él hay un montón de árboles frutales en macetas gigantes que contrastan lo gris con lo verde. Un peral, un níspero, un durazno y un limón resguardan las paredes de Manzanares y al mismo tiempo son sombrillas que dan refugio al cilantro, perejil y albahaca que habitan a un costado de las raíces compartiendo maceta y nutrientes.

El patio es el lugar de encuentro, ahí los niños juegan a las atrapadas y se comen una guayaba o un plátano a la media tarde. Es el espacio donde se desplazan de un taller a otro o es donde permanecen cuando deciden volarse una sesión. El patio está lleno de sonidos, pasos y palabras.

Para el taller de artes y plantas, que es el nombre que le puse a la serie de actividades que hacemos juntas, las niñas, los niños y yo, no hay un lugar fijo. Es ambulante y transitorio, podemos comenzar en una esquina y terminar a 20 pasos de ahí. También podemos utilizar los salones, la biblioteca y su jardín interno, siempre me ha parecido necesario cambiar de paisaje cada media hora, movernos, estirar, respirar y volver a concentrarnos en la actividad.

Óscar me contó sobre sus deseos de convertir Manzanares 25 en un lugar que no tuviera las paredes blancas. ¿Cómo que los niños no pueden pegar sus dibujos en las paredes?, me explicaba y mas que explicar, imaginamos muebles y tendederos gigantes para poder colgar todos los dibujos de las niñas y los niños.

Quería recordar todo lo que había visto en la calle de Manzanares-Carranza, porque la mayoría de los materiales tenían la posibilidad de convertirse en experimentos y diversión para las niñas y niños. Me imaginé excursiones a las tiendas de telas, a los niños haciendo refugios debajo de las mesas con cortinas colgando. Niñas gritando y corriendo llenas de tierra, con las rodillas raspadas y una sonrisa en la cara.

Llevaba tres semanas en Manzanares cuando comenzó la pandemia. Apenas me estaba acostumbrando a un paisaje nuevo, lleno de emociones contradictorias y algunas veces confusas, como si me encontrara inmersa en un bosque de niebla; con los suéteres suficientes para el frío que se siente al amanecer, pero demasiado temprano para ver con claridad.

Los niños y las niñas hoy, un año más tarde, resuenan en mi cabeza como pájaros que sobrevuelan pensamientos. De algunos recuerdo su nombre, de otros su semblante o las palabras que me dijeron. Tengo fresca la imagen y la sensación de lavarle las manos a Ema y a su vestido lleno de pintura roja. A un niño que siempre me acompañaba a todos lados mientras me platicaba de su vida, y sobre el local de artesanías de Oaxaca que tenían sus papás justo enfrente de la calle. De Ángel y su gesto duro que delataba afecto, y cobijo. Y de las niñas que se escondían en el baño para no entrar al taller y preferían contarse su día reunidas y atravesadas por las paredes de los sanitarios.

La última conversación que recuerdo fue sobre los rumores del COVID, su esparcimiento y su posible llegada, y más que eso; de su invención. Una niña me dijo bastante segura de sus palabras que el COVID no existía, que era una gripa más fuerte, y que sin duda lo había inventado Trump. De sus argumentos no tuve duda y tampoco pruebas, ese día sonaron convincentes para mí. Quería escucharme igual de segura de mis palabras cuando ese día más que el resto les insistí que se lavaran las manos. Ahora no puedo creer la cantidad de veces que me lavo las manos al día, un año más tarde. Lo que sí creí fue que la siguiente semana volveríamos a vernos, pero no pasó.

La cuarentena inició abrupta como un azotón de puerta, o como cuando entiendes el significado de la muerte. Siempre he creído que los niños dejan de serlo cuando la entienden; por dos cosas: una, porque eso me pasó a mí, dos, porque los niños siempre viven en el presente, en lo inmediato, su futuro son los próximos cinco minutos, decidir a qué quieren jugar o si ya va a llegar su mamá.

Los niños de Manzanares me recuerdan a los sonidos que hacen los periquitos verdes cuando anuncian la presencia de un extraño, se enciman sus voces y alcanzan todas juntas una sola voz, que es fuertísima. Ni siquiera vale la pena intentar silenciar sus gargantas, prefiero mirarlos y esperar a que encuentren su propia calma.

Las infancias de Manzanares son parvadas de aves distintas, que a veces tenía la fortuna de ver pasar y otras veces se quedaban un rato mirando o jugando entre ellas. Espero que pronto encuentren en el número 25 un lugar seguro, como el nido de las oropéndolas, de fibras resistentes, que les permitan emprender su vuelo y siempre tener un lugar seguro a donde llegar.

Este texto es original y no ha sido modificado. Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de Capital 21 o C21Noticias

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Cartas al Centro Histórico | Nueva crónica marxiana

“Tal vez, de esa fue la manera en la que, mitad destino mitad decisión propia, llegué hace algún tiempo a la Casa Manzanares. Un espacio centenario, de gruesos muros y largas historias”

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Hizo ya tiempo que se está colonizando Marte exitosamente, buena nueva. En 2010 se fundó la AEM (Agencia Espacial Mexicana) que tuvo en 2016 un presupuesto de más de 90 millones de pesos. El costo presupuestal de atender al compromiso para erradicar la pobreza extrema en México sería muchísimo más alto. Pero claro, siempre fue más fácil y divertido decir “estuvimos participando en la carrera espacial” que, “estuvimos erradicando la pobreza”. Además, México necesitaba tener satélites. Porque si no perdería dinero.

¿Combatir la pobreza? ¿Costo-beneficio? ¿Podría yo hacer algo en contra de la carrera espacial y/o la pobreza? Este tipo de reflexiones y otras algunas cuantas más, tal vez me condujeron por los caminos del teatro. El teatro me llevó al trabajo con el cuerpo y éste me paseó por los caminos de la acrobacia y los malabares. Después por los senderos de la docencia, la exploración y hoy de la escritura.

Tal vez, de esa fue la manera en la que, mitad destino mitad decisión propia, llegué hace algún tiempo a la Casa Manzanares. Un espacio centenario, de gruesos muros y largas historias, “primer casa habitación de la ciudad de México”; que pre pandemia, recibió a niños y niñas de casi todas las edades, vecinos del área de La Merced, aquí por el mero centro de la ciudad. Pero para mí se convirtió como una expedición a otro planeta puesto que era un área bastante desconocida para mí y para algunos más.

Día Cero: Me comentan.

—¿Quieres dar un taller? Es para niños.
—¿Qué tipo de niños?
—Creo que es en La Merced, hijos de las prostitutas y de los que atienden los puestos del mercado.
—Mmmm (pensé)… sí, claro que sí.

Recuerdo y trato de recordar, pero me es difícil. Llegaron unos mensajes. Claro, de una alegre mujer, redondita y de cabello chino color castaño que, por cierto, después me enteraría que es mi vecina. En ese momento ella era la encargada. Me contaba de los pormenores y, como ya era costumbre en 2019, se me hizo llegar la “ubicación” por “What’s”. A cambio me pedía tanto plan de trabajo, como CV y una junta en las instalaciones de la “Casa Manzanares”. La famosa “CASA MANZANARES”.

Día uno:

Aquel día de la junta, muy probablemente en abril o tal vez marzo, transporté mi persona en el “transbordador espacial subterráneo metro” hasta el Zócalo capitalino, de ahí tomé a pie por Corregidora y decidí dar vuelta en la “segundo callejón de Manzanares”, grave error, estaba por atravesar un pequeño hoyo negro, bueno, pero salí avante. Recordé que ese día no me pasó nada, pero me dio mucho miedo, eso sí. Y finalmente llegué, amarticé, me detuve frente a una gran puerta de madera en la mera esquina de la calle Manzanares, que es la prolongación de Venustiano Carranza en el primer cuadro de la ciudad y el “tercer callejón de Manzanares”.

Ya me había tomado el tiempo de revisar por la web alguna información. Parecía ser que era una casa tipo “Matusalén”, con más de 400 años de historia. Y al haber entrado yo quedé erguido ahí, contemplaba la casa, y tuve mi primera vez con ese maravilloso edificio. Dentro de esta primera exploración pude divisar por ahí, en medio del patio, una lápida de un “quién sabe quién”, que debe estar guardada. Recorrí todos los salones y dimensioné su pasado. Observé las paredes blancas que habían sido recién remodeladas. Había colonizado Marte.

Día dos:

Conozco a los maestros compañeros, a Emma, a Ximena, a Zudy, a Víctor, a Nare y a Max, entre muchos otros. Y prontamente me doy cuenta ante el reto de proporcionas “dantescas” que estaba frente de mí. De cierta manera yo era el marciano que exploraba una galaxia totalmente desconocida.

Día tres:

Me ahogo, me asfixio con la densa atmosfera de este relativamente hostil lugar, pero ya nos hemos acostumbrado, los chicos y yo, a la densidad de este planeta, la cual se nutre en el acto de quitarnos los zapatos para hacer nuestras acrobacias.

Día diez:

Comienzo a fluir con el espacio, nos hemos refugiado en el riguroso trabajo del salto de cuerda, que nos proporciona competitividad, atención y demanda de energía extrema.

Día cien:

Aquí es donde realmente aparece nuestro amigo protagonista de estas expediciones. Lo primero que resalta de él es su confianza y su manera de hablar.

—Hola profe ya se la sabe, aguante “vaaaara” maestro. Chale ¿No tiene 10 baros que me preste “maistra”? Es que no he comido. “Horita” organizo todo no se preocupe.

Un ser de mediana edad, tal vez 10 o 11 años, regordete y con los pelos de lanza, casi siempre con sudadera y las manos en las bolsas, definitivamente buena persona. No conozco a su madre pero tengo la impresión de saber quién es. Una señora que trabaja en una galaxia cercana, un mercado aledaño de puestos de belleza y cosmética interestelar. Una señora de grandes pestañas y proporciones amplias, grandes pestañas metalizadas dignas de las lunas de Saturno. Nunca me la han presentado, pero yo sé que es mamá de Max, no me cabe duda.

—Max, ten cuidado con el Bastón.
—Ay maestro como da lata.
—Ya basta Max, puedes lastimar a alguien.
—Ya profe ¿Por qué me quita el bastón? Démelo.

Entonces Max se abalanzó sobre mí con la finalidad de obtener el bastón antes confiscado, nada más que hábilmente y a velocidad supersónica tuve a bien evadirlo firme y contundentemente con la palma de la mano. No sé qué pasó, pero Max salió revotando y cayó en la superficie planetaria, en los cuadritos de fomi que recubren algunos de los salones. Evidentemente a cada acción pertenece a una reacción. La tercera de Newton.

—Hijo de tu “tal por cual”. Ahora si va a ver, ya te la pelaste carnal, le voy a decir a mi primo y se va a hacer cargo de ti, ya valió, ya valió neta.
—Ya cálmate, Max, luego hablamos.

Y me fui, al acabar mi clase, un poco triste y preocupado a mi casa, francamente angustiado. Pensando que ahora me había ganado mi “Bullying” personal o ¿sería yo el tal “Bullying”? Pensaba, más que sentirme en peligro, que ese pequeño niño ya no me iba a perdonar y que al contrario de cómo es planeado, en vez de apoyarlo lo estaba decepcionando. Cabizbajo y meditabundo, un poco taciturno, así es cómo pasó mi fin de semana entero. Pero llegó entonces el día de la nueva expedición, presentarme a mi clase de nuevo.

Día ciento uno:

Llegué con miedo, no por los primos de Max, sino por la agreste sensación de ser odiado por un infante. Entonces vi a Max y sin bacilar fui a querer conciliar mi problema, debo aceptar temeroso todavía.

—Maestro le pido una disculpa.
—¿Sí, de verdad Max, de qué?
—No pos, de ese día.
—Max, amigo, yo también te pido una disculpa, no te quise empujar, pensé que te habías enojado.
—Yo pensé que usted se había enojado, profe.

Entonces comprendí que Max y yo éramos iguales, humano y extraterrestre, extraterrestre y humano. Él tal vez también se fue a casa temeroso de perder un ¿amigo? que lo ha estado acompañando estos últimos meses. Entonces sentí como mi alma descansó y tal vez también haya descansado la de Max. Quién sabe, quizás no hace falta “colonizar” Marte, hace falta “colonizar” la tierra y nuestros corazones también. Gracias Max.

Este texto es original y no ha sido modificado. Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de Capital 21 o C21Noticias
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Cartas al Centro Histórico | Mo…

“Pienso que un par de líneas no podrían dar cuenta de la vida de Mo, de lo crudo de su historia y de cada una de las veces que dejaba entrever con sus gestos todas las violencias que la atravesaban”

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—¿Cómo dices que te llamas?
—Mo
—¿Mo?
—¡Mo!
—¿Quieres una mandarina?
—¡Mo!

Conocí a Mo apenas dos semanas después de comenzar a trabajar en Manzanares. En aquellos días éramos a menudo rebasados por la cantidad de niñas y niños que llegaban a la casa debido a las vacaciones. Cada mañana, más puntuales para dejarlos que para recogerlos, los padres llegaban a Manzanares para entregarnos a sus hijos, despidiéndose distraídamente de ellos para después salir deprisa a sus lugares de trabajo.

Mo y su familia regresaban a la ciudad después de haber pasado una larga temporada en casa de su tía, creo que en el Estado de México. Entró corriendo con sus chanclitas rosas y con las manos sosteniendo sus pantalones, que siempre le quedaban grandes, se abrió paso entre un montón de niños que se arremolinaban alrededor de la bolsa de fruta que en aquel momento me encontraba repartiendo, empujó a un niño más grande que ella y le gruñó a otros tantos hasta que logró acercarse para exigir dos mandarinas.

—Mo, por favor no le pegues a Celia
—¡Mo!
—Espera tu turno para saltar la cuerda
—¡MOOOOOOOOOO!
—¡Maestro, Mo siempre quiere que le hagan caso!

Yo observaba a Mo mientras masticaba con sus mejillas rellenas de gajos de fruta y los ojos cerrados por el goce. En realidad, no sabía si ese era su nombre, pero desde el principio quedó claro que aquellas dos letras significaban muchas cosas en su mundo. Mo para pedir agua, Mo para decir su edad, Mo para avisar que quería ir al baño, Mo era también su frase más amistosa y la forma que tomaba su llanto. Con el tiempo, todas las niñas y niños se acostumbraron a llamarla Mo y a temer sus arrebatos de enojo, que después de un par de días ya eran su firma personal.

—¡Maestro! ¡Mo se volvió a comer mis papas!
—Mo
—¿Por qué dices eso? Se las pudo haber comido cualquiera, te dije que cerraras bien tu mochila.
—¡Pues lo digo porque Mo tiene las manos llenas de chilito, mire nomás maestro! ¡Castíguela!
—¡Mo!

La comida era siempre un tema delicado con Mo. Si alguien llegaba a descuidar sus alimentos durante el día, era probable que no volviera a verlos nunca más y encontraría, en cambio, un rastro de migajas y mochilas abiertas desperdigadas por el suelo. Por supuesto, muchas veces la encontré saqueando los cajones de la oficina, donde solíamos guardar algunas bolsas de golosinas que repartíamos como premios al final del día. Su barriga hinchada y su cara a la vez desafiante y tierna siempre delataban sus fechorías.

—¿Me ayudas a repartir la comida con los demás, Mo?
—¡Mo!
—¡Gracias!
—Maestro, ¿ya vio? ¡Mo está ayudando a repartir las galletas!

Pienso que un par de líneas no podrían dar cuenta de la vida de Mo, de lo crudo de su historia y de cada una de las veces que dejaba entrever con sus gestos todas las violencias que la atravesaban. No podría transmitir tampoco el miedo que me daba verla marcharse y no saber si la volvería a ver al día siguiente. La seguía con la mirada mientras ella corría hasta la esquina de la calle y se metía en la cantina disfrazada de lonchería, donde su madre trabajaba. Cuando pasaba por ese sitio al final de la jornada, siempre la veía llorando, jalando la pierna de su madre, sentada en medio de la acera, o en las piernas de algún extraño.

Dejamos de ver a Mo un día en que el mundo se paralizó y nadie pudo volver a salir de su casa. Durante algún tiempo supe, gracias a Moisés, el señor que cuida la puerta de Manzanares, que ella y sus hermanos iban todos los días al edificio con la ilusión de entrar, sólo para encontrarse con un portón cerrado y la promesa de que pronto regresarían los talleres. Pero sólo fueron algunas semanas, después no volvimos a tener más noticias.

Ayer regresé a Manzanares. Recorrí el camino con la mirada atenta, esperando encontrar algún rostro conocido o escuchar alguna risa familiar entre el barullo cotidiano de la zona. Cuando pasé al lado de la cantina no alcance a ver a nadie, si acaso algún viejo con la mirada perdida en su vaso de cerveza. Moisés me recibió con la noticia de que Mo y su familia se habían marchado a Oaxaca desde hacía dos meses. Nadie supo decir a ciencia cierta con quién se habían ido o quién los esperaba allá. Si este tipo de escritos exigieran un final apropiado definitivamente no sería este. Es por eso prefiero quedarme con el sonido de sus pasos corriendo en los salones y con las notas de su risa cuando se entregaba sin miedo a su infancia.

—Mo, ¿quieres construir una casa?
—Emma, maestro, me llamo Emma.

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Cartas al Centro Histórico | ¿Qué hacer con tanta violencia?

“Así hay menos violencia, porque nadie se siente superior a nadie y todo trabajo es digno”

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En el mundo de la cocina somos muchas mujeres. Todas estamos acostumbradas a que nuestro papel puede estar en los fogones. Y pues eso es bonito si te gusta cocinar y nadie te obliga a hacerlo. Pero no siempre es así: muchas veces escuchamos a compañeras que pues la verdad preferirían hacer otra cosa pero no le dieron una oportunidad.

A mi me sucedió con lo de la belleza, quería aprender a peinar, hacer bases, tintes, uñas, maquillaje y pues tuve la oportunidad de hacerlo. Trabajé un tiempo en La plaza de la belleza en La Merced. Y luego por gusto regresé a la cocina a un restaurante también en el Centro Histórico.

Pero creo que el problema viene de la familia, ahí los padres y los hermanos pues terminan obligando a las mujeres a hacer lo que ellos no saben o no quieren hacer. Y por eso a nosotras nos ponen a cocinar, a lavar los platos o a lavar la ropa y luego a planchar. Y también a hacer la limpieza. Pero todo eso pasa no porque nuestros parientes sean malas personas, sino porque no pensamos si eso está bien o mal y solo por inercia lo hacemos.

Así que yo propongo hacer como una ronda, platicar con las alumnas y los alumnos de las clases. Todos usamos el Metro. Y pues ahí hay unos anuncios que hablan de violencia contra las mujeres. Hay uno que me parece bien claro, pues está un hombre viendo la tele sentado en su sillón y su mujer está lavando los platos. Y la frase dice: “creer que eso es cosa de mujeres es violencia.” Y pues es verdad: ¿Por qué solo tenemos que hacerlo nosotras por ser mujeres? Así que pienso preguntarles a las mujeres si eso que muchas viven está bien o mal y por qué. Para que vean que en realidad es un problema si creen que eso debe de ser así.

Y pues buscarle soluciones al problema. ¿Cómo podría ser diferente? ¿Cómo te sentirías cómoda? ¿De que serviría que se repartiera entre todos el trabajo de la casa?

Y pues ya que están con nosotras aprendiendo a cocinar, pues decirles que escriban una receta, la que más les haya gustado de todas las que hacemos. Y que se la enseñen a todos en su familia, para que nadie tenga pretexto para no ayudar a cocinar o lavar los platos.

En mi experiencia eso sí funciona, pues mis hermanos cocinan. Y desde muchachos ayudaron con todo en la casa, pues nadie quería que se le cargara a mi mamá. Ahora los tres somos chefs: uno en Estados Unidos, trabaja en un restaurante de chinos, mi otro hermano tiene su propio negocio de cocina aquí en el Centro y yo soy maestra de cocina.

Cuando haces bien tu trabajo porque te gusta le entras a todo, lavas platos, picas verduras, arreglas las mesas, limpias los baños, porque te da gusto trabajar. Y así hay menos violencia, porque nadie se siente superior a nadie y todo trabajo es digno.

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