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Opinión

Cartas al Centro Histórico | ¿Qué hacer con tanta violencia?

“Así hay menos violencia, porque nadie se siente superior a nadie y todo trabajo es digno”

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En el mundo de la cocina somos muchas mujeres. Todas estamos acostumbradas a que nuestro papel puede estar en los fogones. Y pues eso es bonito si te gusta cocinar y nadie te obliga a hacerlo. Pero no siempre es así: muchas veces escuchamos a compañeras que pues la verdad preferirían hacer otra cosa pero no le dieron una oportunidad.

A mi me sucedió con lo de la belleza, quería aprender a peinar, hacer bases, tintes, uñas, maquillaje y pues tuve la oportunidad de hacerlo. Trabajé un tiempo en La plaza de la belleza en La Merced. Y luego por gusto regresé a la cocina a un restaurante también en el Centro Histórico.

Pero creo que el problema viene de la familia, ahí los padres y los hermanos pues terminan obligando a las mujeres a hacer lo que ellos no saben o no quieren hacer. Y por eso a nosotras nos ponen a cocinar, a lavar los platos o a lavar la ropa y luego a planchar. Y también a hacer la limpieza. Pero todo eso pasa no porque nuestros parientes sean malas personas, sino porque no pensamos si eso está bien o mal y solo por inercia lo hacemos.

Así que yo propongo hacer como una ronda, platicar con las alumnas y los alumnos de las clases. Todos usamos el Metro. Y pues ahí hay unos anuncios que hablan de violencia contra las mujeres. Hay uno que me parece bien claro, pues está un hombre viendo la tele sentado en su sillón y su mujer está lavando los platos. Y la frase dice: “creer que eso es cosa de mujeres es violencia.” Y pues es verdad: ¿Por qué solo tenemos que hacerlo nosotras por ser mujeres? Así que pienso preguntarles a las mujeres si eso que muchas viven está bien o mal y por qué. Para que vean que en realidad es un problema si creen que eso debe de ser así.

Y pues buscarle soluciones al problema. ¿Cómo podría ser diferente? ¿Cómo te sentirías cómoda? ¿De que serviría que se repartiera entre todos el trabajo de la casa?

Y pues ya que están con nosotras aprendiendo a cocinar, pues decirles que escriban una receta, la que más les haya gustado de todas las que hacemos. Y que se la enseñen a todos en su familia, para que nadie tenga pretexto para no ayudar a cocinar o lavar los platos.

En mi experiencia eso sí funciona, pues mis hermanos cocinan. Y desde muchachos ayudaron con todo en la casa, pues nadie quería que se le cargara a mi mamá. Ahora los tres somos chefs: uno en Estados Unidos, trabaja en un restaurante de chinos, mi otro hermano tiene su propio negocio de cocina aquí en el Centro y yo soy maestra de cocina.

Cuando haces bien tu trabajo porque te gusta le entras a todo, lavas platos, picas verduras, arreglas las mesas, limpias los baños, porque te da gusto trabajar. Y así hay menos violencia, porque nadie se siente superior a nadie y todo trabajo es digno.

Este texto es original y no sufrió modificaciones. Además las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de Capital 21 o C21Noticias

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Cartas al Centro Histórico | Nueva crónica marxiana

“Tal vez, de esa fue la manera en la que, mitad destino mitad decisión propia, llegué hace algún tiempo a la Casa Manzanares. Un espacio centenario, de gruesos muros y largas historias”

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Hizo ya tiempo que se está colonizando Marte exitosamente, buena nueva. En 2010 se fundó la AEM (Agencia Espacial Mexicana) que tuvo en 2016 un presupuesto de más de 90 millones de pesos. El costo presupuestal de atender al compromiso para erradicar la pobreza extrema en México sería muchísimo más alto. Pero claro, siempre fue más fácil y divertido decir “estuvimos participando en la carrera espacial” que, “estuvimos erradicando la pobreza”. Además, México necesitaba tener satélites. Porque si no perdería dinero.

¿Combatir la pobreza? ¿Costo-beneficio? ¿Podría yo hacer algo en contra de la carrera espacial y/o la pobreza? Este tipo de reflexiones y otras algunas cuantas más, tal vez me condujeron por los caminos del teatro. El teatro me llevó al trabajo con el cuerpo y éste me paseó por los caminos de la acrobacia y los malabares. Después por los senderos de la docencia, la exploración y hoy de la escritura.

Tal vez, de esa fue la manera en la que, mitad destino mitad decisión propia, llegué hace algún tiempo a la Casa Manzanares. Un espacio centenario, de gruesos muros y largas historias, “primer casa habitación de la ciudad de México”; que pre pandemia, recibió a niños y niñas de casi todas las edades, vecinos del área de La Merced, aquí por el mero centro de la ciudad. Pero para mí se convirtió como una expedición a otro planeta puesto que era un área bastante desconocida para mí y para algunos más.

Día Cero: Me comentan.

—¿Quieres dar un taller? Es para niños.
—¿Qué tipo de niños?
—Creo que es en La Merced, hijos de las prostitutas y de los que atienden los puestos del mercado.
—Mmmm (pensé)… sí, claro que sí.

Recuerdo y trato de recordar, pero me es difícil. Llegaron unos mensajes. Claro, de una alegre mujer, redondita y de cabello chino color castaño que, por cierto, después me enteraría que es mi vecina. En ese momento ella era la encargada. Me contaba de los pormenores y, como ya era costumbre en 2019, se me hizo llegar la “ubicación” por “What’s”. A cambio me pedía tanto plan de trabajo, como CV y una junta en las instalaciones de la “Casa Manzanares”. La famosa “CASA MANZANARES”.

Día uno:

Aquel día de la junta, muy probablemente en abril o tal vez marzo, transporté mi persona en el “transbordador espacial subterráneo metro” hasta el Zócalo capitalino, de ahí tomé a pie por Corregidora y decidí dar vuelta en la “segundo callejón de Manzanares”, grave error, estaba por atravesar un pequeño hoyo negro, bueno, pero salí avante. Recordé que ese día no me pasó nada, pero me dio mucho miedo, eso sí. Y finalmente llegué, amarticé, me detuve frente a una gran puerta de madera en la mera esquina de la calle Manzanares, que es la prolongación de Venustiano Carranza en el primer cuadro de la ciudad y el “tercer callejón de Manzanares”.

Ya me había tomado el tiempo de revisar por la web alguna información. Parecía ser que era una casa tipo “Matusalén”, con más de 400 años de historia. Y al haber entrado yo quedé erguido ahí, contemplaba la casa, y tuve mi primera vez con ese maravilloso edificio. Dentro de esta primera exploración pude divisar por ahí, en medio del patio, una lápida de un “quién sabe quién”, que debe estar guardada. Recorrí todos los salones y dimensioné su pasado. Observé las paredes blancas que habían sido recién remodeladas. Había colonizado Marte.

Día dos:

Conozco a los maestros compañeros, a Emma, a Ximena, a Zudy, a Víctor, a Nare y a Max, entre muchos otros. Y prontamente me doy cuenta ante el reto de proporcionas “dantescas” que estaba frente de mí. De cierta manera yo era el marciano que exploraba una galaxia totalmente desconocida.

Día tres:

Me ahogo, me asfixio con la densa atmosfera de este relativamente hostil lugar, pero ya nos hemos acostumbrado, los chicos y yo, a la densidad de este planeta, la cual se nutre en el acto de quitarnos los zapatos para hacer nuestras acrobacias.

Día diez:

Comienzo a fluir con el espacio, nos hemos refugiado en el riguroso trabajo del salto de cuerda, que nos proporciona competitividad, atención y demanda de energía extrema.

Día cien:

Aquí es donde realmente aparece nuestro amigo protagonista de estas expediciones. Lo primero que resalta de él es su confianza y su manera de hablar.

—Hola profe ya se la sabe, aguante “vaaaara” maestro. Chale ¿No tiene 10 baros que me preste “maistra”? Es que no he comido. “Horita” organizo todo no se preocupe.

Un ser de mediana edad, tal vez 10 o 11 años, regordete y con los pelos de lanza, casi siempre con sudadera y las manos en las bolsas, definitivamente buena persona. No conozco a su madre pero tengo la impresión de saber quién es. Una señora que trabaja en una galaxia cercana, un mercado aledaño de puestos de belleza y cosmética interestelar. Una señora de grandes pestañas y proporciones amplias, grandes pestañas metalizadas dignas de las lunas de Saturno. Nunca me la han presentado, pero yo sé que es mamá de Max, no me cabe duda.

—Max, ten cuidado con el Bastón.
—Ay maestro como da lata.
—Ya basta Max, puedes lastimar a alguien.
—Ya profe ¿Por qué me quita el bastón? Démelo.

Entonces Max se abalanzó sobre mí con la finalidad de obtener el bastón antes confiscado, nada más que hábilmente y a velocidad supersónica tuve a bien evadirlo firme y contundentemente con la palma de la mano. No sé qué pasó, pero Max salió revotando y cayó en la superficie planetaria, en los cuadritos de fomi que recubren algunos de los salones. Evidentemente a cada acción pertenece a una reacción. La tercera de Newton.

—Hijo de tu “tal por cual”. Ahora si va a ver, ya te la pelaste carnal, le voy a decir a mi primo y se va a hacer cargo de ti, ya valió, ya valió neta.
—Ya cálmate, Max, luego hablamos.

Y me fui, al acabar mi clase, un poco triste y preocupado a mi casa, francamente angustiado. Pensando que ahora me había ganado mi “Bullying” personal o ¿sería yo el tal “Bullying”? Pensaba, más que sentirme en peligro, que ese pequeño niño ya no me iba a perdonar y que al contrario de cómo es planeado, en vez de apoyarlo lo estaba decepcionando. Cabizbajo y meditabundo, un poco taciturno, así es cómo pasó mi fin de semana entero. Pero llegó entonces el día de la nueva expedición, presentarme a mi clase de nuevo.

Día ciento uno:

Llegué con miedo, no por los primos de Max, sino por la agreste sensación de ser odiado por un infante. Entonces vi a Max y sin bacilar fui a querer conciliar mi problema, debo aceptar temeroso todavía.

—Maestro le pido una disculpa.
—¿Sí, de verdad Max, de qué?
—No pos, de ese día.
—Max, amigo, yo también te pido una disculpa, no te quise empujar, pensé que te habías enojado.
—Yo pensé que usted se había enojado, profe.

Entonces comprendí que Max y yo éramos iguales, humano y extraterrestre, extraterrestre y humano. Él tal vez también se fue a casa temeroso de perder un ¿amigo? que lo ha estado acompañando estos últimos meses. Entonces sentí como mi alma descansó y tal vez también haya descansado la de Max. Quién sabe, quizás no hace falta “colonizar” Marte, hace falta “colonizar” la tierra y nuestros corazones también. Gracias Max.

Este texto es original y no ha sido modificado. Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de Capital 21 o C21Noticias
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Cartas al Centro Histórico | Mo…

“Pienso que un par de líneas no podrían dar cuenta de la vida de Mo, de lo crudo de su historia y de cada una de las veces que dejaba entrever con sus gestos todas las violencias que la atravesaban”

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—¿Cómo dices que te llamas?
—Mo
—¿Mo?
—¡Mo!
—¿Quieres una mandarina?
—¡Mo!

Conocí a Mo apenas dos semanas después de comenzar a trabajar en Manzanares. En aquellos días éramos a menudo rebasados por la cantidad de niñas y niños que llegaban a la casa debido a las vacaciones. Cada mañana, más puntuales para dejarlos que para recogerlos, los padres llegaban a Manzanares para entregarnos a sus hijos, despidiéndose distraídamente de ellos para después salir deprisa a sus lugares de trabajo.

Mo y su familia regresaban a la ciudad después de haber pasado una larga temporada en casa de su tía, creo que en el Estado de México. Entró corriendo con sus chanclitas rosas y con las manos sosteniendo sus pantalones, que siempre le quedaban grandes, se abrió paso entre un montón de niños que se arremolinaban alrededor de la bolsa de fruta que en aquel momento me encontraba repartiendo, empujó a un niño más grande que ella y le gruñó a otros tantos hasta que logró acercarse para exigir dos mandarinas.

—Mo, por favor no le pegues a Celia
—¡Mo!
—Espera tu turno para saltar la cuerda
—¡MOOOOOOOOOO!
—¡Maestro, Mo siempre quiere que le hagan caso!

Yo observaba a Mo mientras masticaba con sus mejillas rellenas de gajos de fruta y los ojos cerrados por el goce. En realidad, no sabía si ese era su nombre, pero desde el principio quedó claro que aquellas dos letras significaban muchas cosas en su mundo. Mo para pedir agua, Mo para decir su edad, Mo para avisar que quería ir al baño, Mo era también su frase más amistosa y la forma que tomaba su llanto. Con el tiempo, todas las niñas y niños se acostumbraron a llamarla Mo y a temer sus arrebatos de enojo, que después de un par de días ya eran su firma personal.

—¡Maestro! ¡Mo se volvió a comer mis papas!
—Mo
—¿Por qué dices eso? Se las pudo haber comido cualquiera, te dije que cerraras bien tu mochila.
—¡Pues lo digo porque Mo tiene las manos llenas de chilito, mire nomás maestro! ¡Castíguela!
—¡Mo!

La comida era siempre un tema delicado con Mo. Si alguien llegaba a descuidar sus alimentos durante el día, era probable que no volviera a verlos nunca más y encontraría, en cambio, un rastro de migajas y mochilas abiertas desperdigadas por el suelo. Por supuesto, muchas veces la encontré saqueando los cajones de la oficina, donde solíamos guardar algunas bolsas de golosinas que repartíamos como premios al final del día. Su barriga hinchada y su cara a la vez desafiante y tierna siempre delataban sus fechorías.

—¿Me ayudas a repartir la comida con los demás, Mo?
—¡Mo!
—¡Gracias!
—Maestro, ¿ya vio? ¡Mo está ayudando a repartir las galletas!

Pienso que un par de líneas no podrían dar cuenta de la vida de Mo, de lo crudo de su historia y de cada una de las veces que dejaba entrever con sus gestos todas las violencias que la atravesaban. No podría transmitir tampoco el miedo que me daba verla marcharse y no saber si la volvería a ver al día siguiente. La seguía con la mirada mientras ella corría hasta la esquina de la calle y se metía en la cantina disfrazada de lonchería, donde su madre trabajaba. Cuando pasaba por ese sitio al final de la jornada, siempre la veía llorando, jalando la pierna de su madre, sentada en medio de la acera, o en las piernas de algún extraño.

Dejamos de ver a Mo un día en que el mundo se paralizó y nadie pudo volver a salir de su casa. Durante algún tiempo supe, gracias a Moisés, el señor que cuida la puerta de Manzanares, que ella y sus hermanos iban todos los días al edificio con la ilusión de entrar, sólo para encontrarse con un portón cerrado y la promesa de que pronto regresarían los talleres. Pero sólo fueron algunas semanas, después no volvimos a tener más noticias.

Ayer regresé a Manzanares. Recorrí el camino con la mirada atenta, esperando encontrar algún rostro conocido o escuchar alguna risa familiar entre el barullo cotidiano de la zona. Cuando pasé al lado de la cantina no alcance a ver a nadie, si acaso algún viejo con la mirada perdida en su vaso de cerveza. Moisés me recibió con la noticia de que Mo y su familia se habían marchado a Oaxaca desde hacía dos meses. Nadie supo decir a ciencia cierta con quién se habían ido o quién los esperaba allá. Si este tipo de escritos exigieran un final apropiado definitivamente no sería este. Es por eso prefiero quedarme con el sonido de sus pasos corriendo en los salones y con las notas de su risa cuando se entregaba sin miedo a su infancia.

—Mo, ¿quieres construir una casa?
—Emma, maestro, me llamo Emma.

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Cartas al Centro Histórico | Todos migos

“Quien diría que la casa más antigua de la Ciudad de México se convertiría en un oasis para estos pequeños que viven en la constante desolación y desilusión humana2

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—¡Órale wey, hazte pa’ allá!
—¡Maistro dígales que se bañen, les apestan las patas!
—A ver niños, vamos a hacer un círculo. ¡No le pegues a tu compañero!
—¡Maistra este escuincle se está pedorreando!

“Son niños con muchas carencias, sobre todo afectivas” Las palabras del coordinador o trabajador social resonaron en mi mente.

—A ver niñooooos, o sea, ya, en buena onda, pongan atención, ¿ok? Vamos a guardar silencio.

Grave error Laura, pensé, a estos chavitos no se les habla así. Y menos subiendo la voz. “Son niños con muchas carencias”, nuevamente el eco de esas palabras.

—¿Maistro puedo ir al baño?
—¡Yo también maistro!
—¡Y yo!

Ay, Tania, nos lanzaste a los leones, pensé.

—No chavos, no se puede porqué… ¡Vamos a jugar! —dije.

La mirada de “¿Qué pex contigo we?” que Laura me echó fue muy directa. Le correspondí con un pequeño gesto de “Aguanta yo me encargo”. Y sí que me encargue.

—Órale chavos vamos a brincar, más alto, más alto, a sacar toda esa energía, ahora vamos a correr de un lado a otro del salón, sacudamos nuestro cuerpo, y volvemos a gritar, ahora corremos de nuevo y gritamos.

No sé cuánto tiempo pasó, pero poco a poco el piso de fomi de nuestro salón comenzó a llenarse de pequeños que felizmente jadeaban y disfrutaban el estar acostados en ese piso semi suave.

Volví la mirada a Laura con un ademán de “son todos tuyos”. De pronto las palabras altisonantes y groserías cesaron por un momento.

—Niños nos presentamos, somos los maestros Laura y Salvador y vamos a dar juntos el taller de clown.
—Ah chingá,
—¿Y eso con que se come?
—¿De qué?
—De Clown.
—El maistro dijo que íbamos a jugar.

—Así es, fue lo que dije, y sí, vamos a jugar a lo que hacen los payasos, a jugar y a divertirnos, ¿cómo te llamas? —pregunté al pequeño que comenzaba a incorporarse a mi derecha.

—Carlos Cuahutenco, maistro —respondió con una solemne sonrisa de inocencia, este pequeño que, al enterarse de que iba a tomar clases en un centro cultural, decidió llegar con su mejor atuendo: un descolorido y remendado saco que a vistas se veía que le quedaba demasiado corto, sus mejores zapatos, tal vez los menos rotos, pero no importaba, Carlitos iba orgulloso de su arreglo para tomar sus clases. “Son niños”, me quedo con estas últimas palabras de aquel discurso.

—¿Cómo les fue Maestros? —nos preguntó alegremente Tania, la directora del lugar.
—¿Cómo ven a sus alumnos?

Laura ahogó un poco sus palabras suspirando cómo si hubiese salido de un tormento.

—Está cañón we,
—¿Y tú cómo viste maestro?
—Son niños maestra, simplemente niños. Aquí estamos para aprender de ellos.
Y efectivamente, hasta la fecha, sigo aprendiendo de ellos. Niños vienen, niños se quedan y otros niños se van de Manzanares 25. Casi un año ya de ese encuentro con mis niños, pienso, mis chamacos, mis escuincles maravillosos. Cada semana es un nuevo aprendizaje, una nueva experiencia, otra historia.

—¡Fi Fu Fu Fi Fu!

Mentada de Madre. La peculiar tarjeta de presentación del chilango, ante la intolerancia, indiferencia, o mera “pendejez” de quien osé cometer un acto que rompa con la armonía de aquel caos y en este caso la de mis pensamientos, mismos, que me llevan a dar mi clase.

—¿Cómprame una paletita no carnal?
—Le entrego una moneda de cinco pesos a este chavo de rasgos fuertes que contrastan de manera opuesta con el tono de su propia voz y su apariencia física, una presencia ruda y seca. Más que exigencia, su petición es una súplica, pues a leguas se nota que no ha comido.
—Órale jefe, agarre una paletita.
—No mano, de veras, mejor así tienes más para sacar provecho.
—De veras agarre, aunque sea una.

Y vuelve a ofrecerme la bolsa llena de paletitas de caramelo. Al extender su brazo no puedo pasar por alto el tatuaje de San “Juditas” Tadeo, protector de las causas imposibles, es como si la misma imagen me dijera “acéptala”, así pues, tomo la paletita, y acto seguido mi interlocutor, se persigna con la moneda que le di.

—¡Que tenga buena mano Jefe! —Guardando la moneda en una bolsita que le cuelga del cuello, rodeada de sus escapularios entre ellos los de La Santa Muerte, y el ya reconocido collar verde con amarillo de San Judas. Se aleja con una sonrisa, mientras desaparece entre transeúntes y comerciantes.

Siempre que voy al centro por esas calles de San Pablo me topo con estas personas que van con su bolsita de dulces, a veces pienso que son una especie de caseta de peaje karmico. De acuerdo a la forma en que los trates ellos te corresponderán, si lo haces amablemente y coperas con la más mínima ayuda te dan su consentimiento para entrar a su territorio, en cambio, si eres despectivo y soberbio y aún peor, los ignoras groseramente, no dudo que más adelante te puedan asaltar por “hojaldra”.

Es medio día y el calor comienza a ser insoportable, a cada paso estoy rodeado de más pregones y ofertas, algunas simpáticas y otras tremendamente ruidosas y llamativas, como los perfumes de las “muchachas que trabajan” sobre la avenida ofreciéndose al mejor postor, muchachas, algunas, cuyos hijos seguramente resulten ser algunos de mis alumnos.

“¡Que te vaya bien!, ¡que les vaya bien!, ¡que les vaya bieeen!” Como si esa cumbia del puesto de discos pirata que se escucha a todo volumen les augure un buen día de trabajo.

—¡Pásale, pásale por este lado y dale la vuelta al montón!
—¡Mira que baratura criatura!
—¡De este lado, de este lado, mira gente que es robado!
—… se toma una cucharada en ayunas, otra al medio día y otra antes de acostarse…Pregones que a diario se escuchan sobre avenida Circunvalación. Los dueños de esas voces son tan distintos como los comercios que rodean la zona, el corazón de la ciudad.

—¡Va el diablo! ¡Va el diablo!
—¡Súbale, súbale que ya se va!
—¡Mire joven, bara bara!

Al escuchar tanto grito y ofrecimiento no dudo que un buen comerciante es aquel que les levanta el ánimo a sus compradores:

—Pásale güera —a la más morena.
—Mire señorita —a la que va rodeada de chamacos.
—De este lado linda —a la menos agraciada.
—Ándele Joven —ni modo, ya salí embarrado también.

Por fin la pequeña capilla del Santo Señor de la Humildad me da la bienvenida al barrio.

Quien diría que la casa más antigua de la Ciudad de México se convertiría en un oasis para estos pequeños que viven en la constante desolación y desilusión humana, estos pequeños que viven la crudeza de las calles, personitas que viven a diario la violencia y hasta la indiferencia de aquellos que cruzan día con día las calles de la Merced.

En la entrada de nuestro centro cultural veo a una entusiasta Tania Mena, sonriente y llena de energía, repartiendo volantes e invitando a los niños que transitan por la calle acompañados de sus papás o mamás a que conozcan Manzanares 25. Algunos la ven con recelo, otros simplemente aceptan el volante y siguen su camino, pero eso no acaba con la alegría de nuestra directora. “Un ángel del barrio”, pienso, y sí, hasta el momento no encuentro otro adjetivo cada vez que pienso en las acciones a favor de los niños que ella realiza.

—“Maistro” Chava ¿Cómo estás?
—Muy bien maestra. ¿Alguna novedad?

¿Novedad? Esa es una de las virtudes de nuestro Oasis, todos los días hay novedades. Desde el niño en situación de calle que llega preguntando si en este lugar dan de comer, hasta el pequeño adolorido por los golpes que el amigo de su mama le propinó la noche anterior por no irse a dormir.

—Pásate “Maistro”.

Sin perder nunca su buen humor y mucho menos su entusiasmo, sigue alegremente invitando a las personas que cruzan.

—Ahí está Oscar, pásate.

Entro al pasillo y veo como Oscar, asistente de Tania, persigue con una paciencia de santo a un pequeñito hiperactivo que cual ratoncito salió disparado de nuestra Ludoteca, corriendo de aquí para allá por todo el patio, sin rumbo fijo. Por fin logra darle alcance.

—Mira, ya llegó tu Maestro —le dice en tono muy amable, casi paternal al pequeño.
—Maestro Chava te presento a Michel.
—Mucho gusto, vente, vamos a nuestro salón.

A sus escasos tres años, casi cuatro, Michel es un niño de los más activos en la clase de Clown, de los más niños diría yo.

Parte de la historia emocional de este pequeño puede resumirse en las agresiones e indiferencias de la madre, quien en el momento de saber que saldría de la cárcel el papá de Michel, no dudó en dejarle toda la responsabilidad, desentendiéndose por completo del niño y dejándolo a su suerte con el papá, quién afortunadamente cuida amorosamente a su hijo.

Ha comenzado la clase y Michel corre por todo el espacio alfombrado de fomi con su holgado pantalón de comando y su camiseta de luchador, que contrastan con su corte de “casquete corto”. Está feliz, corre cada vez más rápido, se siente libre, ríe, hasta que por accidente choca con Jaime, quién sale volando como muñeco de trapo aterrizando de cabeza con un sonoro ¡TUP! en una esquina del salón.

Jaimito, tiene 6 años, es el segundo de cuatro hermanos, que recientemente quedaron sin papá, él junto con su mamá y hermanitos viven en un cuartucho con ventanas destartaladas y rotas arriba de la herrería que está en la esquina de Santo Tomás y Manzanares.

—¡Maetooo! Michel me empujo —y acto seguido sus ojitos se llenan de lágrimas.
—Michel —acercándome a él —dile a Jaime que no te fijaste, que por favor te disculpe.

El pequeño me ve extrañado, esperando tal vez un regaño o una llamada de atención más enérgica, a las que seguramente está acostumbrado, pero no, no sucede eso. Se acerca cauteloso a Jaime quien no ha parado de llorar y sorberse los mocos. Michel se acerca, cada vez más cerca, más cerca, y le da tremendo empujón.

—¡Endejo!

Jaime llora más fuerte gracias a la acción de su compañerito.

—¡Michel, no empujes! —Acto seguido me pongo al nivel de este pequeño con el fin de que sus ojos estén a la misma altura de los míos.

—Mira —explicándole de una forma amable y tranquila, —Jaime llora porque le duele el golpe que se dio y él es nuestro amigo, él sabe que no te fijaste porque ibas corriendo muy rápido. ¿Puedes decirle que te disculpe, por favor?

El pequeño vuelve a mirarme, ahora a su nivel. No hay agresión. Su expresión de enojo poco a poco desaparece, observa a Jaimito, se acerca nuevamente despacio y yo con él, previendo otra sorpresita, pero no es así, los ojos de Michel muestran el no saber qué decir o qué hacer en esta situación seguramente nueva para él.

—Puedes decirle —comento amablemente —Discúlpame amigo, no me fijé.
El llanto de Jaimito ha disminuido al darse cuenta de que los ojos de Michel se llenan de pequeñas lágrimas.

—Cupame amigo, po favo.

De nueva cuenta Michel se lanza contra Jaime, pero ahora en un abrazo, muy fuerte, tosco y muy grande. Como el corazón de estos pequeños.

—¿Migo?
—Si Michel, Jaime y todos aquí somos amigos.
—¿Migos? —Viendo a los demás niños con sorpresa, como si en ese momento descubriera algo que antes no veía, tal vez el inicio de una nueva familia.
—¡Migos!
—Sí, Michel todos somos amigos.

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